Desde hace algunos años y gracias a la nutrición moderna, es que hemos visto la necesidad de dejar de enfocarnos únicamente en “qué” comemos para comenzar a cuestionar y valorar profundamente también el “cuándo” comemos. Este paso en nuestra evolución, nos ha permitido aceptar de una mejor manera que un cuerpo no entiende únicamente de calorías, sino de nutrientes y que además, su buen funcionamiento y salud a presente y futuro, están directamente relacionados con nuestro ciclo y ritmo natural. Así es, los horarios en que comemos afectan la salud metabólica, hormonal, inmunológica y cerebral. Comer en sincronía con el ritmo circadiano puede ser tan importante como la calidad nutricional de los alimentos elegidos.
El ritmo circadiano es el reloj biológico interno que regula la actividad fisiológica a lo largo de un ciclo de aproximadamente 24 horas, anticipa los cambios ambientales (principalmente luz y oscuridad) y sincroniza procesos como la correcta producción hormonal, la sensibilidad a la insulina, la motilidad intestinal, la función mitocondrial, la expresión genética entre muchos procesos más.
Durante la mañana y primeras horas del día, el cuerpo humano muestra su máximo estado de preparación metabólica, la producción de insulina trabaja mejor, el metabolismo de la glucosa es más eficiente, la secreción de cortisol es natural y el sistema digestivo está más activo. Por la tarde y noche, estos mecanismos se desaceleran de forma natural. Comer en horarios que contradicen estos ritmos internos, especialmente en la noche, genera un desfase entre los relojes biológicos y los estímulos externos.
Numerosos estudios han demostrado que las personas que comen la mayor parte de sus calorías en la segunda mitad del día (como ocurre en muchas culturas modernas con cenas pesadas, abundantes y tardías) presentan mayores niveles de glucosa postprandial, resistencia a la insulina, aumento de peso, peor calidad de sueño y mayor riesgo de enfermedades metabólicas, además de poca o nula conexión con conocer el propio estado de apetito y saciedad llevando a mantener niveles altos de ansiedad durante el día. Esta desincronización se agrava cuando el patrón alimentario se combina con falta de exposición a luz solar, estrés crónico, sedentarismo y mal dormir.
Comer en sincronía con el ritmo circadiano, en cambio, significa alinear la ventana de alimentación con las horas activas del día, respetando el reloj interno y optimizando la utilización energética. Podemos basar estrategia en cinco pilares fundamentales:
Desayunar o mejor dicho “des-ayunar” dentro de las primeras 1-2 horas tras despertar ayuda a anclar el ritmo circadiano y promueve una regulación hormonal adecuada. Esto, siempre y cuando despertemos según la hora en que amanece. Importante hacerlo de esta manera, para poder recibir los primeros rayos del sol y empezar a obtener desde ese momento una buena señalización hormonal.
El desayuno debería ser rico en proteínas de alta calidad, grasas saludables y una fuente natural de luz solar (si es posible al aire libre), ya que esto mejora la secreción de dopamina, estabiliza el apetito y optimiza la energía física y mental.
El cuerpo metaboliza mejor los alimentos durante la mañana y el mediodía. Estudios han encontrado que las mismas calorías consumidas en la noche promueven mayor almacenamiento de grasa, mientras que al mediodía favorecen la oxidación y el equilibrio glucémico. Esto sugiere que, evolutivamente, estamos diseñados para “cargar combustible” cuando estamos más activos. Así que, entre más temprano hagamos las comidas más pesadas mejor será.
Después del atardecer, se inicia la secreción de melatonina y el funcionamiento de la insulina cae de forma natural. Cenar después de las 8 de la noche no solo altera la digestión y el sueño, sino que también puede generar picos de glucosa durante la noche. A ser posible, realizar el desayuno y el almuerzo durante el día y la cena o úlima comida debería ser antes de oscurecer o lo más temprano posible cuando aún es de día.
Al hacerlo de esta manera, le enviamos señales al cerebro de que ya no habrá más comida, de que la cocina se cierra y por lo tanto ya estamos preparados para ver oscuridad, para no tener más digestiones pesadas y listos para ir a la cama.
Si no se practica ayuno intermitente, por lo menos realizar un ayuno “biológico” que va más o menos de 12 horas. Esto, para dar al cuerpo el suficiente descanso que necesita. En realidad es bastante sencillo, por ejemplo si el desayuno es sobre las 6 de la mañana, la cena debería ser antes de las 6 de la tarde; con esto, podemos dejar descansar el cuerpo sin ningún inconveniente al menos por 12 horas seguidas y hasta el día siguiente.
Esto, puede mejorar múltiples marcadores: presión arterial, azúcar en sangre, inflamación, composición corporal y calidad del sueño. La clave está en respetar la fase de ayuno nocturno, que no solo favorece la reparación celular y la autofagia, sino que también sincroniza los relojes con el ciclo central y natural de las personas.
El ritmo circadiano no se alinea solo con el alimento. También necesita exposición a luz natural durante la mañana, movimiento físico (idealmente también matutino o en la primera parte del día) y oscuridad total durante la noche. Comer en la oscuridad o bajo luz artificial intensa de pantallas puede desfasar el reloj interno, incluso si la comida es saludable.
Desde la perspectiva clínica, los beneficios de comer en sincronía con el ritmo circadiano van mucho más allá del control de peso. Se ha documentado mejoría en pacientes con síndrome metabólico, diabetes tipo 2, hipertensión, síndrome del ovario poliquístico, insomnio, reflujo, síndrome de intestino irritable y enfermedades autoinmunes. También se ha observado una menor variabilidad glucémica, mayor energía durante el día y mejoras en la salud mental.
Aplicar estos principios en la vida real no requiere estrategias complicadas ni intervenciones extremas. Requiere de una re-educación de nuestros hábitos para reconectarnos con los ritmos naturales del día y con nuestra propia naturaleza.